Martes, mañana.

Subes al Retiro temprano cuando el sol apenas lleva una hora cabalgando el horizonte. Te es grato respirar el aire recién lavado y tan húmedo que atenúa el fragor del tráfico. En la puerta del Niño Jesús una paloma gorjea aupada a una rama del árbol del amor que está plantado, como un centinela, en la esquina diestra y te franquea la entrada con un aleteo de sus hojas en forma de corazón. Desearías que la tan cacareada Inteligencia Artificial fuera algo más que un balbuceo infantil, que fuera capaz, por ejemplo, de traducir las señales químicas y eléctricas de este árbol centinela en una conversación limpia sobre lo que siente, lo que necesita, lo que espera, cómo cura sus enfermedades o restaña  sus heridas. Le harías tantas preguntas. Una por encima de todas que te intriga: el secreto para vivir del aire, de la tierra, del agua y de la luz del sol sin sacrificar a otro ser vivo. Porque persistir sin matar a otros vivientes ha de ser un signo evidente de inteligencia. Ahora está verde, pero a principios de abril, cuando los demás árboles del Retiro languidecían, en complicidad con los cerezos japoneses, se emperifollaba de flores con matices rosas y violáceos.

A los madroños del Paseo de Coches los han tapado con un muro blanco y largo de tenderetes de mercadillo que les quitan luz e invaden su espacio, lo llaman Feria. En un rato vendrán los feriantes que, en vez de ganado, exponen libros como mosaicos sobre el mostrador del tenderete con las portadas ofrecidas al reclamo; dentro, estabulan a los autores para que los visitantes de este zoológico literario se lleven de recuerdo una imagen cercana, una foto en el móvil o una reliquia en forma de garabato. Los fines de semana se acercan los consagrados, asombra el contraste entre las fotos colgadas en la caseta que los anuncia y su aspecto real, asombra más el desamparo de aquellos sin firmas que estampar, permanecen hieráticos rehuyendo las miradas compasivas y observando con el rabillo del ojo la longitud de las colas de sus congéneres de pluma. A esta hora las persianas están candadas,  guardas de seguridad uniformados, camisas amarillas y pantalones del color de la arena mojada, custodian todos los cuentos y todo el conocimiento que atesoran las tripas de los libros. En la diadema de tus cascos cuando se apaga el eco del  cacareo político informan de que, con Inteligencia Artificial, los científicos han desarrollado un compuesto, la abaucina, con capacidad para aniquilar una de las bacterias más letales de las que resisten el ataque de todos los antibióticos conocidos y que es causante de  más de un millón de muertes.

El estanque grande tiene el agua quieta, dos piraguas la surcan, en paralelo, rasgando su tensión superficial con una cicatriz que se expande en ondas concéntricas a los lados. En la esquina con la fuente de Galápagos un equipo de cine acordona la zona y saca de sus baúles metálicos cámaras, focos, cables y toda la parafernalia para montar una escena. Desde el triunfo de la serie La Casa de papel, España se ha puesto de moda como set de rodaje; en Madrid se suceden al ritmo de tres al día, si la paseas a diario lo raro es no tropezarte con una troupe de cine. Y eso te congratula. Lo que te saca de quicio es caminar por el centro convertido en un parque temático para turistas, atestado de corrillos a los que un pretendido guía relata, micrófono en boca y volumen desatado, avatares históricos con sucedidos falsos, anécdotas inventadas y datos entresacados de Wikipedia. El Madrid histórico es un museo muerto, sin vecinos, sin niños, sin alma, con tiendas franquiciadas que venden productos sintéticos;  su espacio público está tomado por asalto para el terraceo alcohólico y de baja calidad, concurrido por transeúntes que acarrean maletas con las que te tropiezas y cuyas ruedas chirrían sobre los adoquines, inmortalizado por decenas de fotos que interrumpes sin querer y por las centenas de móviles que, además, roban tu imagen como si fueras un figurante más de esta representación o, peor, un elemento inerte del atrezo.

Debajo de la estatua del Ángel Caído dos turistas tempraneros te piden que les compongas un selfie, a contraluz, pretenden formar un triángulo con sus caras delante y el rostro de la estatua detrás en el vértice superior. Miran la pantalla de su Nikon, sonríen, te la muestran señalando la aureola de sol que brilla tras la cabeza del Malingno. Lo has santificado te dicen. Para intrigarles les cuentas que este monumento está situado a 666 metros sobre el nivel del mar. Colocas de nuevo la diadema de auriculares y bajas a paso ligero por Nazaret. Habla un climatólogo sobre el apocalipsis del calentamiento global debido al uso de los combustibles fósiles; le respondes airado, sin articular palabra: qué coño, pongan un colorante en los motores que utilizan combustibles fósiles, cuando veamos  una nube roja salir por el  tubo del escape y cubrir el cielo de sangre nos lo creeremos, como el Santo Tomás. Has debido mover los labios porque la señora que sube te mira y arruga la frente en un gesto de interrogación. En la Golosa compras una barra demediada a precio disparatado, recuerdas que el Gobierno de Suárez, para mantener el precio intervenido del pan y aplacar a los panaderos, publicó en el BOE que la hogaza de kilo pesaba 700 gramos. En el supermercado también demedian los productos embolsados, conservan el mismo volumen pero por dentro están mediados de aire.

Ya en casa, al otro lado de la ventana del despacho, descubres que anoche la lluvia levantó a ronchas la corteza de la Arizónica y su tronco luce un tono rojizo que se  enciende como un ascua cuando se moja. Has dejado los cascos encima de la pila de carpetas, la radio, que ahora emite por el altavoz de Alexa, informa de un tuit firmado por los grandes gurús de la Inteligencia Artificial advirtiendo del riesgo de extinción de la humanidad, y comparan el fenómeno de la IA con la guerra nuclear. Alzas la voz para decirle a nadie que, si Elon Musk tuviera la bomba nuclear ya la habría lanzado en uno de sus ataques de ira, por eso es perentorio arrebatar de manos privadas el desarrollo de este fenómeno emergente. Tu mujer, que ha escuchado desde el salón, te pregunta si quieres un café. Te lo trae. Desvías los ojos de la pantalla para mirar el cielo velado con nubes de negro lava. Te duelen los ojos de leer los periódicos con el brillo fosforescente sobre el que se asientan las letras y te envenena la toxicidad del hooliganismo político. Cierras el portátil. Apagas el móvil. Ordenas a Alexa que se calle. En el vidrio de la ventana repican gotas de lluvia y, a su través, descubres que el tronco de la Arizónica se está poniendo de un rojo encendido.

J. Carlos

Vinícius Jr. Redentor

Del fútbol profesional me fascina su capacidad para fomentar el comportamiento ovino del aficionado: Admira y aplaude a los jugadores negros, moros, sudacas, o gitanos de su equipo pero no perdona ese mismo color, procedencia, religión o etnia en el conjunto adversario porque son el enemigo en quien descargar la ira acumulada en el lastre de la vida. Así que los insulta, degrada, escupe, cosifica y no les agrede físicamente porque no llega. Es la misma contradicción, que también resulta fascinante, de delegar el honor y hasta la honra de tu ciudad o de tu patria, en las botas de once millonarios que no han nacido aquí y les importa un comino tu bandera. Y no, no te escribo desde ninguna atalaya moral porque todavía recuerdo cuando en el colegio acudíamos a las competiciones deportivas y nos comportábamos como tribus prehistóricas insultando al árbitro, perpetrando y salivando motes a todos y cada uno de los integrantes del equipo contrario. Eran epítetos de colegio de curas: “árbitro tío guarro, sácate el pito de la boca”; si el jugador contrario tenía el vello profuso, le llamábamos oso; si tenía un cuerpo abundante y bien nutrido, vaca gorda; si era flacucho, espagueti de mierda; si los brazos le rozaban las rodillas, mono… Ayer mismo subido en un autobús que circulaba por el barrio de Carabanchel, quité la mochila de la espalda y la abracé contra el pecho al ver entrar una fila de escolares, en su mayor parte sudamericanos, por temor a que descorrieran la cremallera del bolso donde guardaba la cartera. Más, hace unos días de camino a mis quehaceres, a la altura del hospital Materno Infantil de O’Donell, me topé con una familia larga y ancha de gitanos que ocupaban gran parte de la acera, pasé entre ellos prevenido, haciendo eses para evitar el más mínimo contacto físico y visual.

Desde ese relativismo moral proclamo que el caso Vinícius es una redención, aunque como contrapunto te diré que, cada día, intento desprenderme de un tamo de xenofobia, homofobia, aporofobia y de otras tantas fobias que me corroen. Vinícius nos ha puesto ante los espejos del Callejón del Gato y salimos deformados: sí, somos racistas. Porque nos señalaban el dedo de las bravatas de un jugador marrullero, su camiseta que pertenece a uno de los clubs de fútbol más poderosos del planeta, incluso espigaban en los intereses ocultos de un personaje sospechoso como Florentino Pérez; hasta que nos hartamos de mirar el dedo y posamos nuestros ojos en los energúmenos racistas que le chillaban como monos y gesticulaban como orangutanes. Entonces caímos en la cuenta de que él era la víctima de unos verdugos que  habían retrocedido seis millones de años en la evolución. Los salvajes eran ellos. Y no valen los argumentos de fogueo de estos miserables de que no puede denunciar porque se abstiene de alzar la voz cuando insultan a otros compañeros: te imaginas a un juez desestimando una violación porque la víctima no alzó la voz cuando las violadas fueron otras.

Nos redimió Vinícius. Ha conseguido que paseen con vergüenza a España todas las televisiones del orbe, le bastó con voltear la cámara y poner el foco en la turba simiesca, hasta la ONU ha condenado los insultos racistas. En ese preciso momento el rebaño mediático, el futbolero y el político sintieron miedo de que el común los confundiera con esos cuadrumanos de hace seis millones de años y dejó de tolerarlos: siete detenidos en un día, sanción con cinco partidos con cierre de una grada del Mestalla y multa. Ignoro cuánto durará el hechizo redentor, pero me congratulo que las próximas semanas, al menos en los estadios, acallarán a los que se comportan como simios, les mirarán como apestados y los negarán tres veces. Es el espíritu gregario, amigo: ayer eran héroes, hoy apestan y los apartan de la tribu.

Pidamos a Vinícius Jr. Redentor que cunda el ejemplo en las calles, en las redes, en la política y en los platós de televisión. Amén. Porque si hacemos luz de gas a los retrasados evolutivamente, seguramente no les curaremos sus taras mentales, pero se abstendrán de manifestarlas públicamente y cargarán con la vergüenza propia que hoy lastra nuestro Debe bajo la rúbrica de vergüenza ajena.

J. Carlos

“Sálvame”, requiescat in pacem

Sálvame ha funcionado durante catorce años porque era un espejo fiel de la sociedad que lo consumía. Llevaba tiempo agonizando de puro éxito. En televisión el fracaso te fulmina de repente mientras que el triunfo lo hace a la larga, como esas enfermedades lentas pero letales que te van consumiendo de a poquitos. Le han puesto fecha concreta de enterramiento a fin de que la ceremonia funeraria se alargue durante un mes y podamos ver cómo los críticos más acérrimos se van uniendo al coro de plañideras. Vasile supo ver los sutiles cambios que nos trajo el inicio del siglo hacia una sociedad individualista, sobreestimada y competitiva que se apuntaba a la cultura infantiloide del porque yo lo valgo y, que tras la crisis financiera del 2008, añadió a estos rasgos el victimismo y el ofendidismo. Creó una televisión poniendo el drama por bandera, sabía que en una sociedad con el ego abultado y el horizonte negro no cabe el humor porque se toma tan en serio que no es capaz de reírse de sí misma, ni de valorar la sutileza del sarcasmo o advertir las chispas del ingenio. Dedujo que, si en la prosodia política todo era un drama superlativo aderezado con apocalipsis diarios, insultos y vejaciones, por qué esos rasgos sonoros no iban a funcionar en la fonología televisiva del famoseo. Y vaya si funcionó. Su forma de producirse permeó toda la programación de la cadena propia y la de la competencia. Al principio fue sólo la cabeza tractora que tiraba a remolque del resto de la programación, ahora todos los espacios llevan el sello: “Made in Sálvame”, por eso se hace difícil distinguir Sálvame de un Reality, las Noticias o del programa de Ana Rosa. No tiene mucho mérito mantener una máquina de picar bajas pasiones, fomentar filias y fobias a gritos y llantinas, aspaventar rumores y bulos, hacer bandera de la cutrez y la ignorancia… el mérito está en conseguir que una parte significativa de la sociedad participe en el rol de la vieja del visillo o, de cura confesor que escucha enardecido los pecados de la carne de su feligresía. Sálvame morirá el 16 de junio, a la edad de catorce años. Requiescat in pacem. Deja el veneno de su descendencia ampliamente repartido. El drama continúa.

J. Carlos

Viaje al mar

El director del Hospital ha bajado con nosotros en el ascensor y ha empujado mi silla de ruedas unos metros hasta la puerta del coche de Eloy. Ha venido sólo para hacerse la foto, se cree que soy bobo, de sobras sé que él no quería que hiciera este viaje; ya le dije, si tanto me estima mande quitar el postre de membrillo los martes, jueves y sábado y que me pongan queso de tetilla. Eloy siempre se ríe cuando le cuento la historia del queso. Me lo regalaron las monjitas envuelto en hojas de periódico, lo desenvolví y no supe qué hacer con él, se me ocurrió llevarlo a la boca y mamar, a una sor le dio un ataque de risa, a la otra le dio un soponcio y hubo que llamar a un doctor. En aquel entonces las monjitas siempre andaban en pareja como la Guardia Civil. Dice Eloy que recuerdo tan bien las cosas porque todo me ha sucedido aquí entre estas cuatro paredes, y los demás ven tanto cada día que no les cabe en el cerebro; por eso siempre le di largas a su invitación de conocer el mar, por temor a perder los recuerdos. Fíjate que de ver tantas personas nuevas que pasan por el hospital ya se me está oscureciendo la memoria; además, el mar lo he visto muchas veces en la televisión y no es más que un pozo de agua pero muy grande. Lo que no puedo entender es por qué los peces pueden vivir en el agua y respirar. Según Eloy nosotros respiramos aire y los peces respiran agua, aunque las sirenas, dice, son un caso especial, respiran agua por la nariz y aire por la boca por eso tienen cola de pez y cuerpo de mujer. Se piensa que porque no tengo mundo tengo que creer en las sirenas. Pero yo hago como que sí, para seguirle la corriente.

Mira que es la primera vez en mi vida que salgo del hospital y Eloy, nada más arrancar, ya me está regañando porque llevo los ojos cerrados, me da miedo abrirlos porque me mareo. Le digo que el coche rebota sobre los adoquines y hace giros bruscos, así que los edificios se van y se vienen. En las películas los coches corren más pero desde la cama no se siente que el estómago se te suba hasta la boca. Se ríe, pero afloja la marcha y me da una palmada en la pierna. Por detrás los coches empiezan a pitar, como los domingos de fútbol cuando gana el Pontevedra y me espantan a los gorriones que viven en los abetos del jardín trasero. Todo el mundo sabe que yo afano siempre dos chuscos de pan en la comida, uno me lo como, y el otro lo desmigajo para que Lucía, la enfermera de las piernas largas, les tire las migas por la ventana. Si no fuera por mí, los pobres pájaros se morirían de hambre.

-¿Dónde va tanta gente?, Eloy ¿A qué se dedican, a ir en coche de acá para allá como los taxistas?

-No hay nadie cuidando los maizales y las vacas pastan solas. ¿Cómo saben los animales de quién son?

-Dime, ¿por qué la gente del hospital tiene la piel más blanca?

-Escucha, Eloy ¿Las tapias y las alambradas son para las bestias como las paredes de los hospitales para los enfermos?

Los demás me regañan cuando hago una trastada, Eloy siempre sonríe. Ya le dije un día, tú tienes ese gesto de nacimiento al igual que otros tienen la cara avinagrada, te viene de herencia. Ahora que el estómago ha vuelto a su sitio y pasamos por debajo de los postes de la luz le he preguntado cómo meten los hombres la luz en esos cables tan delgados y le ha dado un ataque de risa; me lo ha contagiado y casi me ahogo. Dice que tiene intención de escribir un libro sobre mí porque los demás tienen que ir al mundo para vivir, han de moverse; y yo soy el único al que el mundo viene a mi habitación.

Sólo a él le tengo contado que desde una cama uno también se enamora como en las películas. Que te quedas abobado y sin ganas de comer durante mucho tiempo y que me ha pasado varias veces. La primera fue cuando me trajeron de compañero de habitación a un pastor que estaba en las últimas, vino de visita cada tarde, durante casi dos meses, una mocita de cara redonda y ojos pequeños; hablaba conmigo como si nos conociéramos de toda la vida y me miraba a los ojos. Estuve dos semanas sin probar bocado después de que le dieran sepultura a su padre, se me había ido el apetito. También me enamoré de una monja. Verás, de joven, me lavaban el culo dos enfermeras viejas, pero esto de aquí abajo se empinaba y, a veces, escupía; ellas se enfadaban mucho y me pegaban. Cuando venía sor Inés, tan pura, la cara blanca de cirio, los dedos largos y finos, yo me clavaba las uñas hasta las lágrimas para mantener aquello quieto, ella pensaba que me hacía daño y me aseaba con más ternura, era peor; un día me hizo confesarle la causa de mis lágrimas, se puso roja, muy roja y no volvió. Cómo sería que perdí quince kilos y me pusieron a un loquero para que averiguara mis males, pero lo que pasó nunca se lo dije. Todavía me duele aquí, en las tripas, cada vez que la recuerdo.

Estas cosas, Eloy, no le interesan a nadie. En la tele todas las películas son de tiros, de villanos, de superhéroes y de amores, si escribes ese libro pensarán que es tan aburrido como leer la vida de un pájaro que sólo sale de la jaula para el entierro. ¿Sabes? Hay días de verano que el sol alumbra en el jardín y se oye por la ventana el bullicio de la calle que me siento así, como un pájaro enjaulado; pero en los días crudos del invierno, cuando la niebla densa amortigua todos los sonidos hasta el piar lastimero de mis gorriones, me imagino que soy un millonario viviendo en un hotel de lujo. Primero he sido como un hijo con muchos padres y muchas madres, después he sido padre de muchos hijos, ahora soy el abuelo gruñón de todos los trabajadores del hospital y sé que muchos me quieren y no es sólo porque les dé lástima; para saberlo no hay que ser un hombre de la calle ni tener estudios, se nota en la mirada, en cómo te aprietan la mano o te guiñan el ojo. Ya te he contado que no hay enfermero ni paciente que haya pisado este hospital y se haya ido sin conocerme. Un año, ya sabes, se corrió la voz de que daba suerte y venían hasta de los pueblos más lejanos a pasarme los billetes de lotería por la chepa.

La soledad, siempre estás con la matraca de la soledad. Nunca estoy solo, siempre hay gente, siempre hay ruido. No hay cerradura en la puerta de la habitación, ni en la del cuarto de baño. No, no he sentido nunca la soledad. Bueno, sí, cuando me rajaron para operarme, estaba seguro de que iban a darme el pasaporte para el otro barrio para que dejara la cama libre. Me dio por pensar en la muerte, me veía metido en el ataúd sin poder moverme, ni rascarme siquiera; frío como un carámbano, bajo dos metros de tierra, con las tripas crujiendo de hambre, la boca seca, sin tener con quien hablar, a oscuras, escuchando sólo el ras ras de los gusanos comiéndome por dentro y yo, sin poder rascarme. Con todo, lo peor era pensar que, si el invierno venía lluvioso el agua iba a calar la tierra, entraría por las rendijas de la caja y no podría respirar.

La carretera atraviesa por medio de dos colinas verdes como dos guisantes enormes, en la bajada nos adelanta un camión con un rebaño de ovejas que balan apretujadas sacando el morro de entre los barrotes. Me dice Eloy que las llevan al matadero. Le pregunto si lo saben los animalitos. Me dice que no. No le creo, en la tele los corderos triscan en los prados tan contentos y las madres les miran complacidas. En el camión los corderos no juegan, están quietos, se aplastan los unos contra los otros con las cabezas gachas, y las madres tienen la mirada mustia y balan pidiendo socorro, además, tienen el hocico húmedo de llorar porque los animales lagrimean por la nariz no por los ojos. Eloy, que me conoce muy bien, advierte mi tristeza y, para espantarla, grita alborozado señalando con el dedo el parabrisas:

-Mira, mira. No hombre, a los mosquitos estrellados en el vidrio no. Mira al fondo, aquello que brilla es el mar.

Allí, donde dice Eloy, se ve un pozo muy grande lleno de agua estancada, que se alarga a izquierda y a derecha, pero de frente acaba pronto, no es como la tierra que atravesamos con el coche y no se acaba nunca, detrás de un monte viene otro y después otro. Seguimos bajando en picado por una carretera con mil revira vueltas, según nos acercamos el agua deja de estar quieta, forma rizos de espuma como si le hubieran echado jabón, te hace daño a los ojos porque refleja el sol como los espejos. Le digo a Eloy que no se acerque más, desde esta altura se ve bien. El mar se mete en la tierra y seguro que traga todo lo que pille para darle de comer a todos los peces. Eloy, muy serio, me dice que el mar es bueno y se deja tocar y, además, los peces no comen carne humana porque si no, nosotros no podríamos comer peces. Y remata diciendo, si quieres ver sirenas, ya sabes, hay que mojarse el culo. Y sigue conduciendo por aquella carretera que es como una serpiente negra con trazos blancos a la espalda.

Me ha dejado a la orilla del mar, con una manta roja por encima, y descalzo. Hay un desierto de arena muy largo a ambos lados, vacío, sin paredes, sin gente, sin palabras. A veces el agua me llega a los pies y, como no puedo retirarlos, tengo miedo a que el mar se equivoque y piense que la carne de hospital no es humana. Eloy se ha ido lejos, muy lejos, hasta el paseo, a comprarme un helado de nata de los de cucurucho. El mar habla con las olas como nosotros hablamos con la boca, y silencia la algarabía de la civilización que empieza en el paseo. Por lo demás, es como en las películas, un pozo grande con el brocal en el horizonte y con el agua tan fría que me muerde los dedos de los pies. La brisa me entorna los párpados, huele a salitre y sabe a marisco, es como la caricia de la mano de sor Inés y no se cansa de silbar y de mover los granos de arena que se levantan, se estrellan en la cara y en las manos como besos o cosquillas. Esto sí es nuevo. Este viento con su tacto frío que me eriza la piel no se siente en las películas ni me lo ha contado Eloy, ni nadie. No entiendo lo que me dice, yo creo que canta. Sí, suena como una canción de cuna que alguien entonaba hace muchos, muchos años, mientras me subía el embozo de la manta. El recuerdo no me alcanza para una imagen, pero sí para el olfato, olía a leche y a madre.

Qué raro, es la primera vez que tiemblo sin tener frío y es la primera vez que estoy en el mundo, quiero decir, fuera de las cuatro paredes que me guardan desde siempre. Puedo imaginarme que soy el único habitante del planeta porque el paseo está detrás y la rigidez de mis músculos no me permite volverme, así que no veo a nadie. Sí, estamos solos el cielo, el mar, la arena y yo.  Me duelen los ojos, se humedecen para protegerse, les llega la luz por todas partes, siempre la han visto proyectada desde el vano de la ventana de mi habitación. También les cuesta enfocar horizontes tan lejanos y tan llenos de azul. Eloy me ha prometido que buscará una caracola grande, dice que guarda el eco del mar y que no se gasta nunca, la pondré en mi oreja cada noche para dormir con la nana del agua, sin los sobresaltos de los gritos de dolor y las pesadillas ajenas. Le pediré también que me llene de brisa una botella grande, de litro, la dejaré sobre la mesilla y la abriré de a poquitos, para que dure, al caer la tarde, cuando el aire del hospital se satura del olor agrio a enfermedad y muerte.

J. Carlos

Cerraduras

Apenas ha transcurrido una semana desde que Andreas Lubitz, copiloto de Germanwings, estrelló su avión contra los Alpes segando un centenar y medio de  vidas. En el mostrador de facturación del aeropuerto Bárbara pide asiento de pasillo.

-Mujer –le suplico- ¿no puede ser ventanilla?, ya sabes que me gusta ir viendo como las montañas se alejan y se achican.

-Quiero pasillo –replica- si tu quieres ventanilla pídela. Sólo habrá un asiento de por medio entre nosotros, así que estaremos mucho más cerca de lo que estamos en casa habitualmente.

-¿El catorce D y el catorce E? -pregunta la chica del mostrador mientras digita en el teclado con la vista fija en la pantalla-. Pasillo, como desean, y justo en la línea de las alas donde menos se mueve el avión.

Mientras se imprimen las tarjetas de embarque, la auxiliar compone una trenza con el pañuelo azul marino anudado al cuello. Tiene los dedos muy largos y las uñas pintadas de un rosa pálido, como sus labios.

Bárbara no ha caído en la cuenta de que en realidad viajamos en la fila trece. Los aviones no tienen ese número de fila, no es más que un trampantojo, como si la Parca no supiera contar. Las compañías están abonadas a la codicia y no son supersticiosas, el cliente siempre tiene razón. Mi mujer reniega de las supersticiones pero cuando ve un gato negro, con disimulo, se santigua.

Al entrar en el avión respondemos al buenos días del sobrecargo y, ambos, giramos la vista a la izquierda para escudriñar la cabina de vuelo.

-Parecen confiables, el comandante peina canas y el jovencito tiene una sonrisa saludable –comenta Bárbara-. Aunque a cualquiera se le pueden cruzar los cables.

  Se oye el ruido del motor que retira la pasarela de acceso, el avión experimenta una breve sacudida. Huele a queroseno. Bárbara abre su móvil para apagarlo. De soslayo observo que la foto que llena la pantalla es la de Hugo tocado con un sombrero de fieltro blanco. Es una foto recortada, sobre el hombro derecho reposan unos dedos largos y brilla el lapislázuli del anillo de Bárbara. Ha debido notar mi curiosidad porque ha girado la cara para espetarme:

-Iba a viajar conmigo. Así que tú viajas hoy porque tuvo la gentileza de matarse.

Mientras el tractor lleva el avión hasta la pista de rodadura ella, con el tronco erguido contra el espaldar del asiento y el cinturón abrochado, se santigua. Se me escapa una sonrisa mordaz, pero no puede verla, ha entornado los párpados que tapan sus ojos negros. Los murmullos del pasaje cesan de súbito al apagar las luces. Es un silencio más espeso y más grave que de costumbre, sin duda pesan las imágenes de la tragedia con las que los medios nos han provisto hasta el hartazgo durante toda la semana. La nave vira para tomar la cabecera de pista, de seguido la voz metálica del comandante anuncia: despegue inmediato. Bárbara respira muy hondo, sus labios bisbisean una jaculatoria.

  Volamos a Munich con la compañía Germanwings. La misma compañía y el mismo trayecto de la tragedia. Le cambiarán el nombre y el logo y hasta el número de vuelo al igual que borran el número trece de la fila de los asientos. En la guerra te enseñan que hay que cobijarse en el mismo agujero donde explotó el obús porque los siguientes, probablemente, no caerán en el mismo lugar. En la vida diaria preferimos cerrar los ojos, pensamos que modificando un logo, eliminando un guarismo, rezando una plegaria o, evitando embarcarnos un determinado día de la semana, espantamos todos los males como se espanta una mosca de un manotazo.

  El aparato toma la horizontal. Cuando se apaga la luz del cinturón, me desabrocho y me vuelvo hacia Bárbara.

-¿Cómo estás? –pregunto-.

-Mal. Sobrevolaremos los Alpes y me sentiré como un buitre planeando para buscar la carroña –contesta, elevando una mano extendida en el aire como si volara.

El martes pasado, el de la tragedia, Bárbara y yo estábamos en casa. Desde que saltó la noticia no nos despegamos de la pantalla de plasma. Estos sucesos de muertes numerosas se convierten en espectáculos que, recreados en imágenes repetidas una y otra vez, son como una bofetada de empatía.

-Pobres familias –repetía Bárbara- 

Al día siguiente ella volvió a encerrarse en su despacho a escribir. Le llevé un café, pero no le dije que había llegado la carta con el informe. No era buen día para leerlo. La conclusión de los peritos era escueta: “Reventón de la rueda delantera derecha, y fallo en el mecanismo de desbloqueo de las puertas que no llegó a activarse”. Sucedió hace un mes y le tocó a Bárbara reconocer el cuerpo abrasado de Hugo, su editor y su amante. En este tiempo no ha derramado ni una sola lágrima, pero el espanto no se le ha borrado de la cara. Con el informe todavía en el bolsillo salí al jardín, corté unas flores azules de la campanilla china que tanto costó aclimatar, y las puse en su mesilla de noche dentro de un búcaro lacado en blanco.

La tripulación está pasando con el carrito para servirnos un refrigerio. Bárbara se levanta, va al lavabo a retocarse el maquillaje. Vuelve despacio, con esos andares de modelo que no hace tanto me encendían la piel. El pasajero con gafas de pasta negra de mi derecha la mira sorprendido, como si hubiera vuelto otra persona distinta de la que se fue; ella enfoca el cristalino al frente del pasillo, pero le está viendo por el rabillo del ojo y despliega los labios en una media sonrisa.

-Te he pedido un café doble, cariño.

-Gracias, lo necesito.

La gente es morbosa. Estamos sobrevolando los Alpes con sus crestas blancas, afiladas como dientes de sierra. Todos miran por las ventanillas buscando vestigios de la tragedia. Mi vecino de asiento, el de las gafas de pasta, retira un poco la cabeza y, con un ademán, me pregunta si quiero acercarme. Le hago un gesto con la mano en señal de negación. Se encoge de hombros y vuelve a cubrir la ventanilla con su cabeza. Tiene en la coronilla una calva, todavía breve, circular como la tonsura de un monje.

Fue el jueves cuando el New York Times publicó que, los registros de voz de la caja negra apuntaban a que el copiloto había estrellado la nave voluntariamente. Hugo se había matado veintisiete días antes y, además, estaba la coincidencia de la trama de la novela, como una premonición o como un guión pautado. Por eso, la tarde en que Lubitz estrelló el avión, le pregunté a mi mujer si quería anular el vuelo de hoy, frunció el ceño y me contestó con un no rotundo y airado.

La auxiliar de vuelo que sirve el café es española. Al de Bárbara le añade un chorrito de anís, ha leído que es de su gusto en una revista. Con discreción le pide un autógrafo. Mi mujer saca un libro del bolso de mano para dedicárselo. Entretanto, señalo con un gesto las hileras de pasajeros que se han aupado de sus asientos para mirar por las ventanillas.

-Ya ve –comenta la azafata- nos atrae la muerte. En Tráfico llaman efecto mirón a los atascos que se producen cuando hay un accidente, los conductores aminoran la marcha, incluso se detienen, para observar mejor las desgracias ajenas.

-Sí –contesto- Sólo falta que alguien grite: allí, allí, a las tres en punto, miren, parecen despojos.

-No, por Dios –exclama Bárbara mientras le entrega el libro dedicado- todos correrían hacia la misma ventanilla y desequilibrarían el avión.

Tiene agudo el sentido del humor y un punto cáustico. El pasado sábado, cuando ya concluía la visita a casa del responsable de comunicación de la editorial para repasar los pormenores del viaje, le dijo,

-Usted y yo tenemos un perfil muy afilado, como de ave carroñera.

Al hombre se le frunció la frente y se le descolgaron los labios. Le acompañé hasta la verja de entrada y le expliqué que Bárbara suele gastar un humor un poco ácido. Hizo un ademán cómplice con la mano para borrar el incómodo momento y, antes de despedirse, ya confiado, me confesó que en la editorial estaban eufóricos, era un golpe de suerte que el argumento de la última novela fuera el de un avión que se estrella, porque la cifra de ventas se había disparado desde la coincidencia.

El aparato agacha levemente el morro y empieza el descenso. Las conversaciones se van atenuando, la tripulación se apresura a recoger los vasos y los cubiertos de plástico. Bárbara se vuelve hacia mí, me pide que me acerque un poco. Quedamos como dos niños con las cabezas bajas, cuchicheando.

-¿Sabías que Hugo me dio el argumento de la novela?

-No tenía ni idea –le contesto extrañado-

-Pues sí, -continuó Bárbara- le había sucedido a él en un vuelo a la feria del libro de Guadalajara. El comandante salió de cabina y, cuando volvió, el copiloto no le abría la puerta, le había dado un infarto. Consiguieron romperla.

El sobrecargo nos pide por megafonía que pongamos los cinturones de seguridad. Obedezco, estiro el cuello y aprieto la nuca contra el cabecero.

-No te lo creerás –comento- pero en días como hoy echo de menos al bueno de Hugo.

-No seas hipócrita –replica ella- De sobra sabías que estábamos a punto de  cambiar el argumento de nuestras vidas y tú ya no cabías en esa trama.

-A veces los argumentos se atascan como las cerraduras –le contesto-.

No volvemos a abrir la boca hasta que la nave toma tierra. Bárbara comienza a retocarse los labios con el lápiz rojo aprovechando que el avión se detiene por fin, y comienzan las maniobras para acoplar el finger.

-Por cierto- dice- Hay que pasar por las oficinas de Hertz, la editorial nos ha preparado un coche.

El primer contratiempo sucede en el parking, Bárbara no quiere subirse al vehículo que nos han asignado porque es un Audi del mismo modelo que el nuestro. Mejor dicho, del que fue nuestro hasta que Hugo lo estampó. Me lo había pedido porque el suyo estaba en el taller y debía trasladarse a Valencia por negocios. Se lo llevé personalmente a su casa. Antes lo lavé, revisé los niveles y reposté gasolina. También verifiqué que la presión de los neumáticos fuera la adecuada. Y lo era. Por eso inflé el de la rueda delantera derecha hasta que el manómetro marcó una cifra que doblaba la máxima aconsejada. El fallo del bloqueo de las cerraduras no estaba previsto, es verdad que lo habían detectado en la última revisión, de  hecho, estaban esperando la pieza, pero no le dieron mayor importancia, nadie espera que te estampes.

El responsable de la oficina, un bávaro de dos cuerpos con los carrillos salpicados con hoyuelos de viruela y la nariz roja, termina por convencerla con el argumento de que es el único vehículo de alta gama de que disponen por el momento y ella, la gran novelista, no puede desplazarse en un utilitario. Satisfecho su ego, toma asiento con un mohín de desprecio. Antes de subir pateo los cuatro neumáticos con la punta de los mocasines negros para calibrar sus presiones. Las borlas de los zapatos se agitan y danzan en el aire. A través de la ventanilla advierto que Bárbara tiene una fina lámina de agua en sus ojos, creo que si pestañea se desbordará por sus mejillas.

            J. Carlos

Niños. Botín de terremoto, botín de guerra y botín de muertas vivientes.

La Tierra hierve en sus entrañas y las placas se deslizan sobre el magma. La física es tozuda, el choque lento y titánico de cuatro placas fracturan la península de Anatolia en dos fallas que, cuando no pueden soportar la presión, tiemblan y se astillan. Tembló la Tierra el 6 de febrero en Turquía y en Siria, a la hora del sueño, y lo hizo con una magnitud de tragedia bíblica. Antes de que se cansen de sumar muertos ya contabilizan más de cuarenta mil. Ayer, después de una semana, aún restaban una vida a esa suma macabra. Hablan de milagro, se emocionan sus salvadores y lo celebran. Hasta yo que lo veo en el plasma, mientras ceno, a cuatro mil kilómetros de distancia en mi burbuja de comodidad, me emociono con un amago de lágrima y lo celebro también. ¿Qué es un resucitado entre cincuenta mil muertos y entre un millón que han perdido sus casas?, se pregunta un tuitero que no entiende la celebración. Se lo pregunta porque no comprende la vida. Es la supervivencia, estúpido. Celebramos que la especie no se rinde porque es solidaria, que la especie resiste porque empatiza.

Las redes son el monólogo interior de la especie, un flujo de conciencia que abarca desde la perspicacia más sutil hasta la indigencia intelectual, desde el ingenio más agudo hasta la tara mental. Por su lecho discurre el fanatismo de quienes suscriben que el terremoto es un castigo divino porque pecamos y, es la única forma, al parecer, que tiene ese Dios omnipotente para redimir nuestras culpas. Nos golpea para salvarnos, al igual que el buen padre pega a sus hijos por su bien. Voltaire escribió un poema enrabietado, después de que un terremoto arrasara Lisboa en 1755, un día de todos los Santos, preguntando a ese Dios: “¿Qué crimen, qué culpa cometieron esos niños, sobre el seno materno aplastados y sangrientos?”.

A veces parten la pantalla, a un lado las escombreras de Turquía y Siria provocadas por las leyes de la física, al otro las escombreras de Ucrania provocadas por el narcisismo de un sátrapa. A los terremotos no se les vence, se les encauza, como a los ríos, con ciencia de predicción, con tecnología de construcción, con normas que prohíban los asentamientos por encima de las fallas y sus aledaños… La calamidad de las catástrofes naturales se palia con la empatía, solidaridad y ayuda de los congéneres, la calamidad de la guerra también. A los sátrapas no sé si se le puede vencer, pero si se les quiere encauzar, hay que golpearles con sus mismas armas. Y las guerras futuras se ganarán si antes se consigue juzgar y condenar a Putin y sus secuaces como criminales de guerra.

Donde quería yo llegar -no te sorprendas, ya sabes que a veces me voy por las ramas- es que la realidad está por encima, y más allá, de las redes y que la maldad humana tiene aristas muy negras. Aya nació en Alepo, bajo los escombros, estaba unida al cadáver de su madre por el cordón umbilical cuando la sacaron y, a su alrededor yacían los cadáveres sepultados de su padre y sus cuatro hermanos. Fue llevada al hospital in extremis, donde curada, limpia y alimentada, su corazón latía sin más prevención que la de cualquier otro recién nacido. Un grupo armado intentó, por tres veces, secuestrarla; diversas entidades o personas llegaron a pujar por ella en una subasta millonaria; unos militares que representaban a una asociación benéfica de la esposa de otro sátrapa sanguinario, Bashar al Assad, presidente de Siria, también pugnaron por llevársela. Alertadas Las autoridades por los sanitarios han ordenado proteger a los niños que la catástrofe ha dejado huérfanos porque son el primer botín. Botín de terremoto, podríamos decir. Aquellos que el terremoto ha dejado en la indigencia y, tal vez, sin hijos, o con hijos perdidos, buscan comida y rastrean dinero, joyas u objetos de entre los cascotes, mientras, las mafias roban niños para sus amos o para venderlos al mejor postor.

Putin, según el Observatorio de Conflictos, tiene decenas de instalaciones donde mantiene y reeduca a seis mil niños ucranianos robados desde el inicio de la guerra, otras fuentes elevan el número a trece mil. Es su botín de guerra. Los dará como hicieron los nazis a padres rusos imperiales hasta la médula, impotentes pero orgullosos de ser rusos, que educarán a los niños en el sueño de conquistar el mundo a mayor gloria de su zar. Aquí en España, durante la dictadura y, más allá, robaban bebés a madres pobres recién paridas para que parejas ricas, católicas, e impotentes, pudieran educar cristianamente a esos vástagos ajenos y recibieran su amor inocente e incondicional. También en las dictaduras argentina y chilena asesinaban a los padres “malos”, y regalaban a sus hijos a las “buenas parejas” comulgantes con el régimen, e impotentes. Es, al parecer, un signo de distinción de cualquier dictadura que se precie.

Ya concluyo, con un estrambote entre estrafalario y diabólico: El colegio de médicos colombiano aprobó un informe en el que se abogaba por usar a las mujeres en coma, con muerte cerebral, como máquinas gestantes. Botín de muertas vivientes.

De lo que se deduce que, el horror provocado por la naturaleza es una minucia al lado del horror provocado por algunos hombres malos.

J. Carlos

Timidez y Tatuaje

Timidez

Eran muy jóvenes cuando les llegó el amor y eran tan tímidos que por no vivirse se soñaron. Después el azar les puso un océano por medio, les encontró pareja y anotó dos hijos a ella y tres a él. Los recuerdos son tozudos y, ambos, sin saberlo, caían en la trampa de la evocación de sus silencios y se les partía el alma. A él le bastaba el olor del pan untado de aceite, o el timbre de una bicicleta o, la forma caprichosa de una bandada de estorninos, para que se le enredara en los ojos la imagen de ella con su melena negra ondeando al viento. Ella no recuerda noche en que él no acudiera a sus sueños y, ya despierta, veía su sonrisa en el lavabo y en el bol del desayuno y en el vidrio de la ventana que tamizaba la primera luz del día.

En internet han encontrado una pasarela para cruzar el océano. Se escriben correos con los te quiero que nunca pronunciaron e intercambian poemarios con deseos enardecidos. También se envían fotos añejas con las que rellenar el hueco del tiempo, y fotos nuevas para besarse aunque sea a través del vidrio de la pantalla. Se viven un poco y se sueñan mucho.

Mamá no sabe que fui yo, su hijo mayor, después de leer por descuido su diario, quien les habilitó la pasarela. Es tan grato verla risueña a todas horas y está tan linda con los labios en un silbo y los ojos encendidos.

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Tatuaje

Teresa dirige un hospital en el Estado de Borno, en Nigeria. No sé cómo consigue ir siempre impecable en medio de toda esta miseria con su toca y hábitos blancos como recién planchados. La primera vez que operamos juntos observé, cuando se quitó el anillo para lavarse las manos, que tenía tatuada una cifra en el dedo anular. Una monja tatuada era muy sorprendente, aún así, aguanté mi curiosidad durante treinta días. Fue la noche de mi despedida, después de trasegar unas cervezas y de bailar al ritmo de los bongos, que me atreví a preguntarle sobre el tatuaje. Dudó un poco, pero acostumbrada al regateo me miró con sus grandes ojos negros y ofertó: quédate un mes más hasta que manden a otro médico y te lo cuento. He gastado aquí mis vacaciones, alegué, no puedo también perder mi trabajo pero puedo llamar a Madrid y decir que me retraso una semana, ¿qué te parece? Terminó aceptando a regañadientes. Eso sí, tuve que cumplir primero la semana de trabajo.

La última noche, la de la despedida definitiva, me lo contó: Era un día de abril, ventoso, el cielo tenía jirones de nubes, estaba sentada leyendo en un banco del parque y me asusté cuando apareció Mario sin resuello, muy nervioso, señalaba con la mano el firmamento. Mira, mira, decía, hay escrita una palabra en la nubes; bueno, está un poco torcida. Ves la a y la eme y la o, aquel rabo de nube ya casi no parece una erre porque se ha diluido, pero hace un momento era una erre perfecta. Es verdad dije, qué curioso, pone amor. Mario no dijo más. Nos quedamos quietos de pie, mirando como el viento borraba las letras. Al poco destinaron a mi padre a Bruselas y aunque mantuvimos correspondencia durante un tiempo nunca volvimos a vernos. En ese punto Teresa se quedó muda con la misma sonrisa dulce con que atiende a sus pacientes. ¿Qué tiene que ver una palabra escrita en una nube con el tatuaje?, pregunté. Verás, prosiguió, yo estudié medicina y me metí monja. Él es ingeniero informático en Barcelona, se casó y creo que tiene dos hijos. Hace un tiempo recibí una carta suya en la que me contaba que se pasó diez años hablando con físicos, matemáticos y meteorólogos para crear un algoritmo informático que calculara el tiempo que tenía que transcurrir para que se diera otra vez el fenómeno que vimos juntos. El resultado fue de dos millones doscientos sesenta y cuatro mil treinta y dos años.

En ese punto, Teresa se quitó el anillo y giró la mano en alto con los dedos separados para que leyera la cifra tatuada en su dedo anular. Volvió a su mutismo y su sonrisa beatífica, hube de sacarla de nuevo de su ensimismamiento. ¿Y eso es todo? No, no es todo, en la carta Mario contaba que después añadió al algoritmo dos nuevas condiciones: que el fenómeno se diera durante el día y que estuvieran mirando al cielo en ese momento dos personas que se amaban. El ordenador concluyó, al parecer, que se podría dar una vez en toda la edad del universo. Entonces, prosiguió la monja, compré un anillo, no es cuestión de que en el convento o en el obispado vean el tatuaje,  y sobre la marca que dejaba en la piel me hice tatuar esa cifra porque cuando sea viejita y no la tenga en mi  memoria quiero tenerla a la vista. ¿Y no había un remite?, pregunté. Claro, respondió. Después de leer la carta la volví a meter en el sobre y, a la puesta de sol, fui hasta el río, me acuclillé en su orilla y lo rasgué en cuatro trocitos que sostuve sobre el cuenco de mis manos. Luego los sople sobre la superficie del agua y permanecí en esa posición mirando cómo navegaban hasta que las sombras diluyeron los pedacitos blancos, al igual que el viento había diluido aquellas cuatro letras escritas en las nubes un día de abril de hace veintidós años.

J. Carlos

Celtiberia show

Es una pena que despareciera la revista Triunfo. Echo de menos la media página de Luis Carandell, Celtiberia show, que componía un retrato ácido de aquella España nuestra “de la piel amarga, las alas quietas y las vendas negras” que cantaba Cecilia. Un retrato fiel que documentaba con anuncios, esquelas… Nadie tomó el testigo para seguir mostrando esas perlas de historias mínimas, cotidianas y hasta banales que reflejen quiénes somos y cómo nos comportamos con una precisión que no alcanzan los titulares que nos “echan a leer cada día”, como quien echa de comer a los cerdos, con el sólo interés de engordar la ideología de la feligresía propia. Dime qué historiador insigne, después de mil páginas eruditas, cargadas de datos y bien documentada, es capaz de captar mejor el grado de desarrollo social que este escueto anuncio: “Se invita al público a no ser tonto y acudir al baile en beneficio de los subnormales”. No será por falta de material, a poco que escarbes en los medios, en las redes y en los comentarios a las columnas de los periódicos, encontrarás, diariamente, un buen puñado de piezas arqueológicas dignas de ser expuestas en una vitrina de papel como la que inauguró Carandell en el año 68 del siglo pasado.

El esperpento, que no cesa, nos ha deparado esta semana una noticia que entra de lleno en la cosmogonía del universo celtibérico de Carandell: Un policía infiltrado en los movimientos okupa y antisistema de Barcelona ha usado sus habilidades amatorias para que sus parejas rindieran con la lengua, además de placer, secretos inconfesables. Hasta ocho parece que gozaron de sus encantos en un plazo mínimo, dos años. Ignoramos si compartían tiempo o eran relaciones simultáneas. Hasta aquí una historia anodina de espionaje de bajo coste o, como se decía en mis tiempos, de baratillo. La noticia toma cuerpo de Celtiberia show cuando el independentismo catalán, queriendo tapar su ineficacia y espantar el ridículo, lo utiliza para aventar el espantajo del victimismo. Así que de los creadores de los lemas, “España nos roba” y “España nos espía”, le presentamos el nuevo eslogan: “España nos abusa sexualmente”. Sí, sé que es hilarante, pero los abogados de cinco de las concernidas, que han presentado una querella criminal, han creado una nueva figura, la de “violencia sexual institucionalizada”. Y es que en Celtiberia quien no se inventa un código penal es porque no quiere.

Las querellantes estiman que su consentimiento ha estado viciado porque de haber sabido que su profesión era la de policía no habrían coyundado con él. Si semejante argumento prosperara resultaría que, un 42% de las parejas mujeres y un 31% de las parejas hombres se podría querellar por abuso sexual continuado, ya que de haber sabido que su santo/a le era infiel no habría consentido seguir manteniendo relaciones sexuales –me baso en los datos que arroja la última encuesta paneuropea-. En ese batiburrillo estadístico habrá parejas que se ponen los cuernos simultáneamente y, en ese caso, deduzco que ambos podrían acusarse mutuamente de abuso sexual continuado. Miedo me da que mis parejas apelen a Ortega y Gasset que consideraba el enamoramiento “un estado de miseria mental en el que la vida de nuestra conciencia se estrecha, empobrece y paraliza” y, estimen que abusé de ellas porque dicho estado vició su consentimiento.

Dentro del universo de Podemos hay una cierta podemencia que, cómplice del nacionalismo, afirma que el caso del policía es un caso de “violencia sexual del Estado” y pretende ampararse en la ley del solo sí es sí. Bastantes enemigos tiene la norma para que la sigan sobando con su soberbia e ignorancia. La ley se creó para que los abogados defensores y algunos jueces dejaran de torturar a las víctimas con las preguntas de cuánto se resistió, si cerró las piernas, si gritó o si le clavó las uñas, porque con la ley penal anterior había que resistirse a lo suicida y gritar NO aunque por el miedo no te alcanzara la voz. Callar era sinónimo de otorgar. También para evitar que en las sentencias se deslizaran perturbaciones mentales como aquella de ver jolgorio en una violación. Si a mi meten cinco tíos en un portal a las tantas de la mañana y me piden la cartera, les doy hasta los calzoncillos, y me cago en los muertos del juez si sentencia que ha sido una donación altruista y que estaba de juerga, ya no te digo si me violan todos por todos los agujeros simultáneamente. Flaco favor le hacen a la ley del sí es sí y a todas las víctimas de abusos sexuales abonando la tesis del nacionalismo del vicio del consentimiento por engañar en la profesión. Como dijo Mitterrand, el nacionalismo es la guerra. Y yo añado, todo nacionalismo, tanto sea el del procés catalán o, el carpetovetónico que exhibe la ilustre ignorante en Madrid.

Espero que de la coyunda ideológica de los indepes y la podemencia no se siga un acuerdo para presentar en la proposición de ley que remiende la ley del solo sí es sí, una enmienda que obligue a todos los varones a tatuarnos en el pene un código QR con la profesión autenticada.

J. Carlos

!Atención¡, hipérboles

Aprendí que la atención era un valor de mercado un verano, haciendo encuestas casa por casa, en uno de los precarios trabajos estivales con los que llenaba el ocio vacacional y aportaba algo a la economía de la casa. Los encuestados contestaban un cuestionario que reflejaba el grado de atención prestado a los anuncios publicitarios: qué producto anunciaban, en qué medio lo habían visto u oído, incluso, a qué horas y en qué programa… Por eso me extrañaba que, durante el curso, en las asignaturas de economía no se mencionara nunca esta variable, salvo en márquetin, un compendio de técnicas para vender un producto o servicio llamando la atención. Pero seguía siendo una variable que estaba ahí, como el aire, y no se cuantificaba porque monetariamente era despreciable.

Con tantos estímulos la atención se ha convertido en un bien escaso y ha adquirido un valor de mercado que cotiza al alza, por eso las empresas tecnológicas se meten dentro de nuestros dispositivos con o sin nuestro consentimiento y, como aves carroñeras, picotean las entrañas de nuestros datos para elaborar un mapa detallado de cómo, a quién y cuándo prestamos nuestra atención. Como saben a qué atendemos, nos facilitan las opiniones, productos y servicios que comulgan con nuestras preferencias. Es su negocio, ofrecernos aquello que nos llama la atención y cobrar por ello. Mi periódico de cabecera sabe que he leído en 2022, 3.121 artículos, 6,5 veces El Quijote; conoce también mis autores favoritos y… de paso me sugiere que lea a José Sámano e Ignacio Fariza. Google Maps me resume que, en ese miso año, he andado por tres países, realizado 27 viajes y visitado 1.755 sitios. Ninguna de las dos empresas me informa de cuánto han cobrado a los anunciantes, que me bombardean, por venderles los datos del mapa de mi atención.

Posicionarse, como se dice en el argot, exige llamar la atención para que te la presten y eso es muy caro. Para paliar este inconveniente se han buscado un sucedáneo: la hipérbole. Antes las hipérboles eran el recurso, casi exclusivo, de curas y moralistas, hoy al que no exhibe su rimbombancia no se le presta atención y pasa desapercibido, lo que viene a ser un suicidio social. Como todo sucedáneo conviene administrarlo en pequeñas dosis, los políticos saben que si todos los días se rompe España y nadie ve los añicos, la atención de los votantes –que es promiscua pero no imbécil- disminuye y termina alojándose en otros estímulos. Gracias a esta figura retórica todos los días vivimos jornadas históricas, partidos del siglo, estamos a veinte segundos de la extinción de la especie humana y, todos los años se organiza un concurso para elegir a Miss Universo. Te sirvo unos ejemplos:

Ayer nos anunciaron temprano el apocalipsis de cada día. Nuño Domínguez, periodista de El Pais, despachó dos artículos sobre una investigación referida al núcleo de la Tierra. En ambos la exageración rayaba en el analfabetismo científico al aseverar que el núcleo se había frenado y giraba al revés que el manto y la corteza. Si fuera así, te aseguro que ni tú ni Nuño Domínguez ni yo estaríamos aquí. A media mañana los becarios del resto de medios copiaron y pegaron la especie en sus respectivas páginas, y terminó extendiéndose como el agua en un tsunami. La realidad es prosaica, resulta que el núcleo y el manto son dos mecanos que giran independientemente en sentido oeste-este, unas veces acompasados y otras uno de los dos ralentiza su giro respecto al otro. Desde la corteza viendo que el núcleo se demora un poco y se aleja hacia atrás puede parecer que gira en sentido contrario. También la Tierra parece plana vista desde la superficie.

La hipérbole la usó también ayer Juan Roig, presidente de Mercadona, al afirmar que sólo los empresarios y sus directivos crean riqueza. Para él los trabajadores no están en la ecuación, ni los familiares que cuidan de otros familiares –enfermos o no-, ni los pensionistas que atienden a hijos y a nietos y consumen, ni los médicos, ni los científicos, ni los maestros… Debería de saber que hasta los muertos crean aún riqueza: los que plantaron hace decenios los olivos, los que pusieron los esqueletos de las infraestructuras, los que construyeron las catedrales, Iglesias y castillos… Tal vez ignore que Goya, Velázquez, Sabatini, Juan de Juni, Cervantes, Ramón y Cajal… crean hoy más riqueza que él y toda su caterva de directivos juntos. Y de esa hipérbole tramposa –muy de escuela de negocios de los ochenta- no le exime que la perpetrara en contestación a la insolente soflama de una ministra que confunde su cargo con la gestión de una asamblea de Facultad de primero de carrera.

De la hipérbole abusan hasta los paridos, de vaginas reales o nobles, entre algodones de cunas palaciegas. Como paradigma pongamos uno de acá y otro de allende: Cayetano Martínez de Irujo, duque de Arjona y conde de Salvatierra y el príncipe Harry de Inglaterra. Ambos monetizan su zafio victimismo sin que se sepa si es para enmascarar sus privilegios de niños ricos, pijos y mimados o, simplemente, porque su poquedad mental no da más de sí.

También las hay malditas, ahí tienes la hipérbole de la que ha tenido que valerse la víctima del presunto violador Dani Alves. Ha rehusado la indemnización que le pudiera corresponder para que no se le acuse de que denuncia por dinero. El personal la quiere honrada y honesta, que no la desvirgue el sucio parné, como si la herida mental se curara sola, no precisara años de especialistas y no pesara como una losa de sepultura en sus relaciones presentes y futuras. ¿Qué educación sexual, afectiva y emocional le da una mujer violada, cuando sea madre, a sus futuros hijos? El personal retrógrado, que es una hipérbole en sí mismo, la querría también inmaculada, mártir y santa como María Goretti, de modo que sólo la creería si del trance sale malherida o cadáver y, aún así, dudaría si no se habría automutilado para joder al futbolista multimillonario y a todos los hombres.

J. Carlos

Devuélveme el rosario de mi madre

Si eliminamos el despecho en la ecuación de las malquerencias, una parte, no menor, del poemario y del cancionero universal desaparecería y, lo que es peor, nos faltaría esa educación sentimental que nos prepara para el desengaño y nos ayuda a mitigar el dolor que provoca. Es sabido que las penas que te afligen si también aquejan a tus congéneres son menos, incluso me atrevería a aseverar que, cuando los despechos los padecen y los airean los encumbrados socialmente, tienen un efecto balsámico superior. Es por eso que Shakira debería ser reivindicada por la Seguridad Social y, en la lista de medicamentos prescribibles debería incluirse la canción, “BZRP Music Sessions #53”. No me cabe duda de que, el efecto calmante y paliativo de la canción a quienes se sienten abandonados por sus ex, o se consideran víctimas del desamor, está reduciendo considerablemente el gasto farmacéutico general, que galopa desbocado y, el de benzodiacepinas en particular. Asunto éste nada baladí, somos líderes mundiales en el consumo de este tipo de fármacos, con 110 dosis diarias por cada 1.000 habitantes en 2021. Hemos desbancado nada menos que a EEUU que se mantenía líder desde que empezó la competición.

Mira tú por dónde la colombiana, presunta defraudadora a quien el fiscal solicita más de ocho años de cárcel, estaría engordando -sin querer- las arcas de la Hacienda Pública por la vía de reducción del gasto farmacéutico. Es curioso que en su defensa alegue “una extensa labor filantrópica” confundiendo el culo con las témporas: si las retenciones en la nómina de los trabajadores no se ingresaran directamente en Hacienda y las emplearan en obras de caridad no les eximiría del pago del impuesto. Shakira puede hacer lo que quiera con su dinero, faltaría más, pero no con el del prójimo. Ser compasivo con el dinero ajeno es muy fácil. En este sentido, creo que se equivocan los medios de comunicación cuando presumen que la bruja colgada en uno de los balcones de su mansión hace alusión a su suegra. Si revisan las fechas desde que la expuso, convendrán conmigo que la muñeca hinchable es un remedo de su bruja particular: la Agencia Tributaria española que la tiene a un tris de ir a la cárcel.

La primera vez que me rompieron el corazón ya estaba instruido con la maestría de los boleros que se impartían desde los aparatos de radio. Había escuchado decenas de veces cantar a María Dolores Pradera la composición de Mario Cavagnano: “Devuélveme el rosario de mi madre y quédate con todo lo demás”. Aunque ya no se devolvía el rosario de la madre, se devolvían las fotos y las cartas y los regalos. Se quedaba uno con los recuerdos y cuanto más los avivabas más te dolían, sentías en el estómago un vacío de mariposas muertas y, en el pecho, un peso de hierro, donde antes anidaban miles de sueños ahora yacían hechos añicos. La primera vez que me abandonaron, leía y releía el poema XX de Neruda: “Puedo escribir los versos más tristes estas noche/Aunque este sea el último dolor que ella me causa/y estos sean los últimos versos que yo le escribo.” y, en las noches insomnes, escribía ripios en cuadernos de hojas cuadriculadas: “Si no me quieres/que no me quieras/Si me aborreces/que me aborrezcas/porque te seguiré sintiendo en sueños/aunque no lo sepas”. Me consolaba que otras almas, más sublimes, cantaran y recitaran con tanta precisión la hondura de mis penas, la penumbra negra de mis sentimientos y el enigma de mi desconsuelo, mi desánimo y mi desencanto.

La Seguridad Social tendría también que dar públicamente las gracias a los medios que abren telediarios, llevan a sus portadas y enhebran sus tertulias con la disección y análisis del texto de la canción de Shakira y Bizarrap. No sé si el Talmud ha tenido tantos exégetas. El video suma ripios simplones de niño de ocho años, voz distorsionada, escenografía plástica con movimiento de baile de San Vito y luz pastel como de anuncio de muñeca navideño; apenas dos tiros de cámara con una iconografía de virgen vestal que desentona con los sapos que salen de sus labios de chicle; música de garrafón y estribillo plagiado. Espero que para su próxima canción –la cuarta a cuenta del despecho- utilice los servicios como letrista de Chat gtp, un programa de inteligencia artificial que le compondrá otro pastiche, pero mejor elaborado. Los sesudos analistas no se ponen de acuerdo sobre si es una mujer empoderada o si se cosifica al compararse con un Ferrari o un Rolex, si ejerce la sororidad o si acosa a la suegra y a su sustituta en la cama de Piqué, si emplea la doblez de la edad entrambas para desquitarse de que era diez años mayor que él, si los hijos son o no daños colaterales en esta parodia de la Guerra de los Rose… Hay hasta amigos del misterio que han resucitado a Nostradamus y han visto mensajes ocultos: el video dura 3’ y 33’’ porque Piqué lucía la camiseta con el número 3 como jugador de fútbol y, la matrícula del Twingo que conducía el susodicho tenia la siguiente matrícula: 2511MDJ -que significaría: el 25 de noviembre Me DeJaste-.

Como perdí la ingenuidad en la neblina de los tiempos, creo que todo el misterio se resume en una frase, “las mujeres facturan”. Mientras el personal le da a la húmeda, visiona y escucha, ellos facturan. Ambos, de común acuerdo, tienden en la cuerda pública sus cuitas, más o menos impostadas, y mientras nosotros miramos su ropa tendida y nos entretenemos con el cotilleo –afirma Harari que es un signo de nuestra evolución- nos alivian el bolsillo. Es el mismo misterio de Tamara –la del nanosegundo en el metaverso- y Onieva –la antonomasia del infiel patrio por un ponme allá unos picos- con su guión pautado: Noviazgo televisado, anuncio de boda inminente, infidelidad de picotazo in video fraganti, ruptura definitiva (ni un nanosegundo en el metaverso) y  reconciliación misa del gallo mediante. No hay poética, ni sutileza, por no haber no hay ni gramática. El otro día Tamara, en el Hormiguero, incapaz de verbalizar una oración con sujeto, verbo y predicado, nos relató el último capítulo del guión con gestos de marioneta excesiva con manos, brazos, ojos y cara revueltos, unas cuantas interjecciones, muchos oseas, silencios y frases truncadas; los compis de púlpito televisivo y el público presente aplaudían la inanidad hasta con las orejas. Quise entender que los reconciliados se fueron hasta el polo norte de luna de miel posconciliar. Por muy lejos que se vayan seguirán metiendo las manos en nuestros bolsillos porque nos entretiene ver que los ricos también lloran, aunque todo esté escrito y sobreactuado. Es de suponer que, después de tanto trajín, cuando los ojos de las cámaras se apaguen, se descojonen.

No me malinterpretes, no los critico, el humo siempre se ha vendido mejor que la sustancia. Lo que me indigna es que antes los vendedores de humo se esforzaban, eran sutiles y evocadores. Comprabas la hondura de su arte, el misterio de su magia, la altura de su prosapia, la profundidad de su verborrea. El humo venía de añadidura. Ahora, estamos tan desacostumbrados que nos cuelan el humo de la forma más zafia y ramplona dejando a la vista las burdas costuras del artificio. Poco Trump y poco Bolsonaro se me antojan en un mundo donde prima la bastedad y la simpleza. Digo, afortunadamente.

J. Carlos