Martes, mañana.

Subes al Retiro temprano cuando el sol apenas lleva una hora cabalgando el horizonte. Te es grato respirar el aire recién lavado y tan húmedo que atenúa el fragor del tráfico. En la puerta del Niño Jesús una paloma gorjea aupada a una rama del árbol del amor que está plantado, como un centinela, en la esquina diestra y te franquea la entrada con un aleteo de sus hojas en forma de corazón. Desearías que la tan cacareada Inteligencia Artificial fuera algo más que un balbuceo infantil, que fuera capaz, por ejemplo, de traducir las señales químicas y eléctricas de este árbol centinela en una conversación limpia sobre lo que siente, lo que necesita, lo que espera, cómo cura sus enfermedades o restaña  sus heridas. Le harías tantas preguntas. Una por encima de todas que te intriga: el secreto para vivir del aire, de la tierra, del agua y de la luz del sol sin sacrificar a otro ser vivo. Porque persistir sin matar a otros vivientes ha de ser un signo evidente de inteligencia. Ahora está verde, pero a principios de abril, cuando los demás árboles del Retiro languidecían, en complicidad con los cerezos japoneses, se emperifollaba de flores con matices rosas y violáceos.

A los madroños del Paseo de Coches los han tapado con un muro blanco y largo de tenderetes de mercadillo que les quitan luz e invaden su espacio, lo llaman Feria. En un rato vendrán los feriantes que, en vez de ganado, exponen libros como mosaicos sobre el mostrador del tenderete con las portadas ofrecidas al reclamo; dentro, estabulan a los autores para que los visitantes de este zoológico literario se lleven de recuerdo una imagen cercana, una foto en el móvil o una reliquia en forma de garabato. Los fines de semana se acercan los consagrados, asombra el contraste entre las fotos colgadas en la caseta que los anuncia y su aspecto real, asombra más el desamparo de aquellos sin firmas que estampar, permanecen hieráticos rehuyendo las miradas compasivas y observando con el rabillo del ojo la longitud de las colas de sus congéneres de pluma. A esta hora las persianas están candadas,  guardas de seguridad uniformados, camisas amarillas y pantalones del color de la arena mojada, custodian todos los cuentos y todo el conocimiento que atesoran las tripas de los libros. En la diadema de tus cascos cuando se apaga el eco del  cacareo político informan de que, con Inteligencia Artificial, los científicos han desarrollado un compuesto, la abaucina, con capacidad para aniquilar una de las bacterias más letales de las que resisten el ataque de todos los antibióticos conocidos y que es causante de  más de un millón de muertes.

El estanque grande tiene el agua quieta, dos piraguas la surcan, en paralelo, rasgando su tensión superficial con una cicatriz que se expande en ondas concéntricas a los lados. En la esquina con la fuente de Galápagos un equipo de cine acordona la zona y saca de sus baúles metálicos cámaras, focos, cables y toda la parafernalia para montar una escena. Desde el triunfo de la serie La Casa de papel, España se ha puesto de moda como set de rodaje; en Madrid se suceden al ritmo de tres al día, si la paseas a diario lo raro es no tropezarte con una troupe de cine. Y eso te congratula. Lo que te saca de quicio es caminar por el centro convertido en un parque temático para turistas, atestado de corrillos a los que un pretendido guía relata, micrófono en boca y volumen desatado, avatares históricos con sucedidos falsos, anécdotas inventadas y datos entresacados de Wikipedia. El Madrid histórico es un museo muerto, sin vecinos, sin niños, sin alma, con tiendas franquiciadas que venden productos sintéticos;  su espacio público está tomado por asalto para el terraceo alcohólico y de baja calidad, concurrido por transeúntes que acarrean maletas con las que te tropiezas y cuyas ruedas chirrían sobre los adoquines, inmortalizado por decenas de fotos que interrumpes sin querer y por las centenas de móviles que, además, roban tu imagen como si fueras un figurante más de esta representación o, peor, un elemento inerte del atrezo.

Debajo de la estatua del Ángel Caído dos turistas tempraneros te piden que les compongas un selfie, a contraluz, pretenden formar un triángulo con sus caras delante y el rostro de la estatua detrás en el vértice superior. Miran la pantalla de su Nikon, sonríen, te la muestran señalando la aureola de sol que brilla tras la cabeza del Malingno. Lo has santificado te dicen. Para intrigarles les cuentas que este monumento está situado a 666 metros sobre el nivel del mar. Colocas de nuevo la diadema de auriculares y bajas a paso ligero por Nazaret. Habla un climatólogo sobre el apocalipsis del calentamiento global debido al uso de los combustibles fósiles; le respondes airado, sin articular palabra: qué coño, pongan un colorante en los motores que utilizan combustibles fósiles, cuando veamos  una nube roja salir por el  tubo del escape y cubrir el cielo de sangre nos lo creeremos, como el Santo Tomás. Has debido mover los labios porque la señora que sube te mira y arruga la frente en un gesto de interrogación. En la Golosa compras una barra demediada a precio disparatado, recuerdas que el Gobierno de Suárez, para mantener el precio intervenido del pan y aplacar a los panaderos, publicó en el BOE que la hogaza de kilo pesaba 700 gramos. En el supermercado también demedian los productos embolsados, conservan el mismo volumen pero por dentro están mediados de aire.

Ya en casa, al otro lado de la ventana del despacho, descubres que anoche la lluvia levantó a ronchas la corteza de la Arizónica y su tronco luce un tono rojizo que se  enciende como un ascua cuando se moja. Has dejado los cascos encima de la pila de carpetas, la radio, que ahora emite por el altavoz de Alexa, informa de un tuit firmado por los grandes gurús de la Inteligencia Artificial advirtiendo del riesgo de extinción de la humanidad, y comparan el fenómeno de la IA con la guerra nuclear. Alzas la voz para decirle a nadie que, si Elon Musk tuviera la bomba nuclear ya la habría lanzado en uno de sus ataques de ira, por eso es perentorio arrebatar de manos privadas el desarrollo de este fenómeno emergente. Tu mujer, que ha escuchado desde el salón, te pregunta si quieres un café. Te lo trae. Desvías los ojos de la pantalla para mirar el cielo velado con nubes de negro lava. Te duelen los ojos de leer los periódicos con el brillo fosforescente sobre el que se asientan las letras y te envenena la toxicidad del hooliganismo político. Cierras el portátil. Apagas el móvil. Ordenas a Alexa que se calle. En el vidrio de la ventana repican gotas de lluvia y, a su través, descubres que el tronco de la Arizónica se está poniendo de un rojo encendido.

J. Carlos

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