Procesión

Ermita de Bustillo.jpg

De niño sabías que llegaba la primavera porque el cielo se mudaba varias veces al día, el sol se tapaba y destapaba con el manto de las nubes al antojo de los vientos. Sabías que llegaba la primavera porque el barro congelado y duro de las calles del pueblo se había metamorfoseado en una capa de tierra fina que se levantaba en polvareda al paso del ganado. La mitad de las fincas lucían un verde de más de una cuarta, la otra mitad tenían un barbecho recién arado con camellones parduzcos como cicatrices viejas. En las eras la hierba salía de su entumecimiento de hielo y de escarcha y, a corros, brotaban las margaritas. Los pardales y las golondrinas ya no pasaban el día tendidos en los cables de la luz  esperando la lumbre raquítica del sol, se entretenían en el aire, en bandadas, dibujando flechas que cambiaban de dirección con la cadencia de un ballet. Los caminos, a la tarde, formaban nubes de polvo que ascendían desde las pezuñas de las mulas y, los labradores que cabalgaban a horcajadas parloteaban y reían; a ratos, hacían un alto para esperar a los que iban afluyendo desde las fincas próximas y aprovechaban para liar un cigarro de picadura. De niño sabías que llegaba la primavera porque la ropa blanca volvía a tenderse al sol, y las sábanas con una piedra en cada esquina se ahuecaban al viento como velas de barco silbando susurros. Las campanas tañían con un sonido más puro, más metálico, habían dejado en el invierno ese tono lastimero que penetraba en tus oídos como si hubiera atravesado un tamiz de corcho. Los lugareños tenían la costumbre de no morirse durante esta estación porque las campanas no sabían doblar a muerto en primavera. Las mujeres buscaban una abrigada al sol sentadas en círculo en sillas de enea, llevaban las piernas embutidas en medias de lana, y cosían, bordaban y hacían encaje de bolillos desgastando la lengua. Sabías que llegaba la primavera porque empezaban las novenas y desfilaban a la tarde las señoras enlutadas con un velo negro en la cabeza y un rosario de cuentas en la mano. A la ermita, en la anochecida, le salía una luz de los ventanucos enrejados de la puerta, si te asomabas advertías candelas encendidas a los pies del crucificado; el capricho de las llamas producía olas de sombras que trepaban por las paredes, por momentos parecía que la ermita navegaba y tú con ella. Sabías que llegaba la primavera porque la luna crecía y crecía, hasta llenarse del todo; cuando parecía una canica gigante proyectada sobre la pantalla del cielo en blanco y negro, los santos y las vírgenes de la iglesia se cubrían con mantos negros. Entonces, los niños recorríamos las calles a la carrera, haciendo sonar las tinieblas porque las campanas se quedaban mudas por tres días, a fin de congregar a los feligreses a los santos oficios. De la ermita salía en andas el crucificado en procesión solemne, a sus espaldas discurrían dos filas de parroquianos con farolillos encendidos, las mujeres veladas delante, detrás los hombres; los niños llevábamos una vela embutida en un círculo de cartón para no quemarnos la manos con la cera derretida, jugábamos a soplar el pábilo los unos a los otros para apagar la llama, si montábamos bulla los mayores distribuían pescozones sin más criterio que la cercanía entre nuestras cabezas y sus manos. El cura con casulla negra, rostro compungido y los ojos fijos en el cogote bamboleante de la talla, marcaba el comienzo de las estrofas: “Dulce Redentor, para mí era la pena de muerte, ya lloro mis culpas y os pido perdón. Madre afligida, de pena hondo mar, logradnos la gracia de nunca pecar…” Al doblar la última caseta de la carretera para desandar el camino, el aire del este causaba estragos en las llamas desnudas, incluso apagaba algunas guarecidas dentro de los farolillos de papel acordeón coloreado a franjas.

Recuerdo unos años más tarde esa misma procesión del Cristo en la cruz. Subía como siempre por la carretera en dos hileras disformes, las féminas habíais doblado la última caseta y los varones aún no la habíamos alcanzado. Se me encendieron las retinas cuando se cruzaron con tus ojos, después, hasta la iglesia, sólo entraba en mi ángulo de visión tu pelo ceñido en una gasa transparente que ondulaba hasta la cintura, tu chaqueta de lana color teja, tu vestido azul y tus pasos lentos. El sol a nuestra espalda se estaba poniendo, hubo un instante que tenía el mismo color que la llama de las velas. Por eso, ahora, cuando al atardecer la luz  mengua cierro los párpados y, si escucho el sonsonete monocorde: “Madre afligida, de pena hondo mar, logradnos la gracia de nunca pecar…”,  veo tu perfil alumbrado en oro viejo y tus pasos lentos, luego vuelves la cabeza y encuentro tu mirada.  Entonces sé que ha llegado la primavera.

J. Carlos

Una respuesta a “Procesión

  1. Hola, José Carlos, me encanta y me emociona volver a recordar lo que fue mi infancia en el pueblo, no faltan detalles, muy logrado ¡¡¡ Muchísimas gracias !!! Saludos, un abrazo: José Antonio Pérez

Deja un comentario