El tío Trump

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Es asombrosa la capacidad que tiene todo bicho viviente para cerrar las entendederas ante la evidencia de que algo va a salir mal. Es una instalación básica de supervivencia. Da igual que te peguen tres tiros o tengas un cáncer galopante, tú piensas que al final te librarás de las garras de la muerte. El refranero que es muy sabio, lo resume cuando sentencia, “la esperanza es lo último que se pierde”. Llegó el tío Trump nacido en el polvo dorado del ladrillo y amamantado en los reallity de la televisión, rugió como Hitler en la Alemania de los años treinta ciscándose en los judíos (negros, hispanos, mexicanos, mujeres, musulmanes…) y ganó. Ganó metiendo la política en una bolsa de vomitona, la arrojó al wáter y tiró de la cadena. Lo malo es que democracia y política forman una aleación inseparable. Es fácil criticar a los políticos porque la democracia les pone sobre sus cabezas una lupa de miles de aumentos, pero es indispensable. Si se cargan la política, la democracia se va por el vertedero de la historia. Las dictaduras no sólo quitan la lupa de encima, también apagan la luz para ocultar sus trinques, sus muertes y demás horrores. Aquí, durante cuarenta años apagó la luz un gallego bajito con voz aflautada que aconsejaba a sus cachorros, “haga como yo, no se meta en política”.

Esa capacidad de cerrar las entendederas ante la evidencia del mal y no perder la esperanza, que es un rasgo de la evolución, nos impidió ver venir a Viktor Orbán en Hungría, el Brexit en Gran Bretaña, a Erdogan en Turquía, al nacionalismo Catalán en España; y claro, nos impidió ver la llegada del tío Trump a EEUU. Esa misma instalación en nuestra carga genética nos está impidiendo ver venir a la extrema derecha europea tan a las puertas ya, que se permite publicar los establecimientos judíos en Berlín, como han hecho los nazis en Alemania.

Tenemos tan arraigada la esperanza que nos ciega ante el tsunami social, político y económico que está preparando el tío Trump; de hecho, aceptamos sus palabras “comedidas” como un lenitivo de nuestras zozobras, mientras va conformando un gobierno que acojona. Nos consolamos haciéndonos trampas en el solitario pensando que no le votaron las mujeres, ni las minorías, sólo le auxiliaron con sus votos los ancianos, los ignorantes y los idiotas. Si escarbamos un poco en la parva de los votos veremos que en sesenta millones y medio de ciudadanos caben todas las etnias, todos los géneros y todas las carreras universitarias. Nos autoengañamos con los contrapoderes del Congreso y el Senado, donde goza de mayoría absoluta su partido Republicano complacido con alguien que dice lo que ellos piensan y representan, aunque hasta ahora no lo verbalizaran porque resultaba políticamente incorrecto. ¿Y las élites? Pues aplaudiendo sin sordina, ahí tienes el aplausómetro representado en los índices bursátiles de todo el mundo marcando decibelios a tope. Así que el 1% de la humanidad que acapara tanto patrimonio como todo el resto del mundo junto, y que sólo habla por boca de las Bolsas, está que no cabe en sí de gozo. Siempre que veo estos porcentajes se me ocurre que, si en una sociedad machista y poligámica el 1% de hombres acaparara un número de mujeres igual al del resto de los hombres, aquellos estarían colgados boca abajo en el frontispicio de sus casas y ya te imaginas por dónde.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Por tu apatía, y por la mía, y porque la socialdemocracia se apoltronó y se fue al garete en la tercera generación, como ocurre en los negocios familiares. La socialdemocracia y el miedo al comunismo trajeron la sociedad del bienestar y los derechos sociales a Occidente. También ayudaron los millones de muertos y toda la destrucción de la Segunda Guerra Mundial. Del año 1945 hasta finales de los 70 los gobiernos intentaron equilibrar la balanza, siempre infiel, entre el capital y el trabajo con Estatutos laborales y Seguros Sociales. Los sindicatos se hicieron fuertes y atemperaron las ansias de los propietarios de los medios de producción con convenios, manifestaciones e incluso con huelgas. Pero el dinero que, como cualquier elemento, se puede materializar en los tres estados, sólido, líquido y gaseoso, empezó a fluir por las cloacas de las instituciones, de los sindicatos y de los partidos. De resultas, los gobiernos le permitieron primero evaporarse en cuanto se acercaba  una carga impositiva y, después, le abrieron las fronteras de par en par, incluso les subvencionaban para que corriera por las esquinas del mundo buscando, como las putas, al mejor postor. El capital a medida que engordaba se volvió exigente, no sólo engullía los derechos del trabajador, sino que, debido a sus excesos permitidos por los gobiernos, de vez en cuando soltaba flatulencias que asfixiaban parte de la economía y había que socializar las pérdidas. El trabajo en la balanza se fue quedando cada día más enteco, los gobiernos le iban restando derechos, siempre por su bien. Perdió la negociación colectiva y con ella la fuerza de la unión. La emigración y la crisis diezmaron su salario o le condenaron al paro. Mientras las fronteras cayeron para el capital, los países construían muros para los trabajadores. El trabajo vio cómo devaluaban la educación de sus hijos e incrementaban estratosféricamente las tasas universitarias. Asistió callado al deterioro de la sanidad pública, a la caída de sus pensiones y al quebranto de los subsidios de desempleo. ¿A quién crees que va a votar?

Pues votará a cualquier Belén Esteban si se presenta, con tal de que denueste la política y apele a nuestros bajos instintos. No, no somos distintos a los estadounidenses americanos. Obama, que dilapidó su capital político, no levantó el culo de la púrpura y de los salones en cuanto llegó al despacho oval. Ignoró que las avenidas se pueden llenar si se apela a la justicia y a la dignidad, igual que llenaba estadios en campaña electoral. Debería saber que era la única forma de doblegar al Congreso y cerrar Guantánamo, nacionalizar a los emigrantes sin papeles, hacer los impuestos progresivos y crear una sanidad pública. Qué poco aprendió de Martin Luther King.

Lamentablemente la derecha ilustrada nunca supo y la socialdemocracia ha olvidado que los derechos no se conceden, se consiguen, que no son eternos y hay que defenderlos cada día porque son parte de nuestra dignidad. La derecha ilustrada nunca supo y la socialdemocracia ha olvidado que cuando nos arrebatan los derechos nos están arrebatando nuestra dignidad. Y con eso no se juega.

La dignidad no se preserva votando una vez cada cuatro años, hay que alimentarla día a día en la escuela, en la universidad, en el trabajo y, si es preciso, en las calles y en las plazas.

J. Carlos

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